“Las épocas heavymetal se pasan yendo al teatro con El cuaderno rojo, de Auster y La voz extraña, de Casas”, dice un poema de Leticia Martin en Breviario o el oficio religioso. Su recurso a la literatura es constante, como si fuera un mantra.
Leticia habla mucho de religión en este libro dividido en capítulos de títulos litúrgicos como “Laudes” (conjunto de oraciones que se debe rezar de mañana), “La hora nona” (“es la hora canónica de las tres de la tarde. se reza el oficio en memoria de la hora exacta en que Jesús murió crucificado”, se explica en el libro) o “Completas” (“antes del descansto nocturno, exactamente a las nueve de la noche, se rezan las completas que son las últimas oraciones de la liturgia de las horas. se dan gracias a Dios por el día que se acaba y se le pide su protección divina para el descanso nocturno”). Su estrategia es un oxímoron frecuente en la poesía: un distanciamiento por exceso de aproximación, un foco demasiado intenso en palabras rituales que vistas de cerca develan a un mismo tiempo su poder simbólico y su moderna ridiculez, su dramática inadecuación respecto de la vida cotidiana.
El primer poema es claro al respecto. Se llama La liturgia de las horas y dice: “tengo un breviario que guardo de recuerdo/ un libro de oraciones para cada hora del día/ tengo un run run de ritmos locos/ que la verdad no suenan tremendo”. La autora parece haber escrito este libro a la sombra de ese breviario de rezos y de un modo declamatorio demanda ahora una compensación afectiva por la “ensalada” que tiene en la cabeza. Opera entonces un desplazamiento de estructuras: adopta la tonalidad de una oración religiosa para palabras profanas, adopta palabras de tradición religiosa para situaciones terrenales: “hagamos el amor/ dejemos de pelear/ siempre me gustó tu nombre/ Jesús/ exorcizame el diablo de la neurosis/ Jesús./ dejame cojer en paz”.
Le sigue “Laudes”, un conjunto de poemas sobre la poesía, sobre la relación que la autora tiene con la poesía: “voy a abrir la boca/ ir al trabajo/ voy a decir: “hola señores/ no sé de qué voy a vivir/ pero no quiero seguir viniendo acá/ quiero escribir/ quiero estar en otro lado todo el tiempo/ con la poesía”. También sobre la tensión entre la poesía, la maternidad y las ocupaciones domésticas.
Más tarde, en “La hora nona”, el ambiente se vuelve más hostil. Lo religioso aparece en su forma de autoflagelación: “más dolor/ todojunto/ a la larga es alivio”, dice, y después parece contemplar su propio sufrimiento con cierta indiferencia: “con la venda arriba/ sin mi intervención/ llora solo el ojo izquierdo/ hace la suya”, para terminar con gestos de humorismo cínico: “sacarme la neurosis con shampoo/ de día hay menos tipos/ menos armas/ se roban menos stéreos”.
Una afición por el desenlace solemne, en otros poemas, le quita un poco la espontaneidad al libro, que igualmente propone momentos encantadores: “quiero tener la escena hot/ amiga/ el clímax de la historia/ que lo llaman/ ‘hot’/ pero no tanto que te aleje/ un abrazo/ una siesta en el almuerzo/ puede ser/ una escena coqueta/ alguna que otra más rockera”.
Una intimidad revelada en el cruce de discursos: de la formación religiosa, rock, maternidad. El resultado es un rezo a un dios que no es Dios, una invocación con una finalidad misteriosa. Tan misteriosa como toda la poesía.
Leticia habla mucho de religión en este libro dividido en capítulos de títulos litúrgicos como “Laudes” (conjunto de oraciones que se debe rezar de mañana), “La hora nona” (“es la hora canónica de las tres de la tarde. se reza el oficio en memoria de la hora exacta en que Jesús murió crucificado”, se explica en el libro) o “Completas” (“antes del descansto nocturno, exactamente a las nueve de la noche, se rezan las completas que son las últimas oraciones de la liturgia de las horas. se dan gracias a Dios por el día que se acaba y se le pide su protección divina para el descanso nocturno”). Su estrategia es un oxímoron frecuente en la poesía: un distanciamiento por exceso de aproximación, un foco demasiado intenso en palabras rituales que vistas de cerca develan a un mismo tiempo su poder simbólico y su moderna ridiculez, su dramática inadecuación respecto de la vida cotidiana.
El primer poema es claro al respecto. Se llama La liturgia de las horas y dice: “tengo un breviario que guardo de recuerdo/ un libro de oraciones para cada hora del día/ tengo un run run de ritmos locos/ que la verdad no suenan tremendo”. La autora parece haber escrito este libro a la sombra de ese breviario de rezos y de un modo declamatorio demanda ahora una compensación afectiva por la “ensalada” que tiene en la cabeza. Opera entonces un desplazamiento de estructuras: adopta la tonalidad de una oración religiosa para palabras profanas, adopta palabras de tradición religiosa para situaciones terrenales: “hagamos el amor/ dejemos de pelear/ siempre me gustó tu nombre/ Jesús/ exorcizame el diablo de la neurosis/ Jesús./ dejame cojer en paz”.
Le sigue “Laudes”, un conjunto de poemas sobre la poesía, sobre la relación que la autora tiene con la poesía: “voy a abrir la boca/ ir al trabajo/ voy a decir: “hola señores/ no sé de qué voy a vivir/ pero no quiero seguir viniendo acá/ quiero escribir/ quiero estar en otro lado todo el tiempo/ con la poesía”. También sobre la tensión entre la poesía, la maternidad y las ocupaciones domésticas.
Más tarde, en “La hora nona”, el ambiente se vuelve más hostil. Lo religioso aparece en su forma de autoflagelación: “más dolor/ todojunto/ a la larga es alivio”, dice, y después parece contemplar su propio sufrimiento con cierta indiferencia: “con la venda arriba/ sin mi intervención/ llora solo el ojo izquierdo/ hace la suya”, para terminar con gestos de humorismo cínico: “sacarme la neurosis con shampoo/ de día hay menos tipos/ menos armas/ se roban menos stéreos”.
Una afición por el desenlace solemne, en otros poemas, le quita un poco la espontaneidad al libro, que igualmente propone momentos encantadores: “quiero tener la escena hot/ amiga/ el clímax de la historia/ que lo llaman/ ‘hot’/ pero no tanto que te aleje/ un abrazo/ una siesta en el almuerzo/ puede ser/ una escena coqueta/ alguna que otra más rockera”.
Una intimidad revelada en el cruce de discursos: de la formación religiosa, rock, maternidad. El resultado es un rezo a un dios que no es Dios, una invocación con una finalidad misteriosa. Tan misteriosa como toda la poesía.
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