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críticos literarios
Enrique Winter
Presentaciones y crónicas
Rascacielos
Revolution Love
Por Lucas Oliveira
para la presentación de Rascacielos
de Enrique Winter
edición Funesiana
mayo de 2011
de Enrique Winter
edición Funesiana
mayo de 2011
Cuando lo conocí a Enrique Winter, tenía miedo. Un miedo extraño, un poco inguinal, un poco cerebral y un poco muscular. El miedo inguinal me nacía en la vejiga porque me estaba meando. Me estaba meando hacía unas horas. Venía de “comer la once” con Fernando Ortega quien, muy gentilmente, me había acompañado a la terminal de ómnibus de Santiago de Chile y, después de un par de horitas de viaje hacia Valparaíso, tenía una cantidad de agua sobrante en mi cuerpo que, si no me equivoco, me hacía temblar las manos. Era domingo, había anochecido, hacía un calor de enero y yo apenas recordaba que Enrique tenía rulos. Y ahí radicaba mi miedo cerebral, podríamos decir. Lo había conocido el viernes anterior, en un taller literario que ya no se hace más y se había tenido que defender con capa y espada de unos violentos ataques a su poesía, a su origen, a su concepción de la literatura y hasta a su propia visión del mundo. Ojo, había respeto tanto en la violencia del ataque como en la espada del defendido pero eso, en mi barrio, se llama “buscar roña” y en ese taller, a Enrique, lo estaban buscando pero no lo podían encontrar. Para colmo había alcohol en la mesa. Y es por esa otra razón que aquella noche, y contra mi voluntad, olvidé su rostro. Entonces, llegué a Valparaíso y, al mirar los cerros por entre los cuales se perdían las callecitas de la ciudad me agarró el miedo muscular. Ver que todo Valparaíso es empinado, hacia arriba, sin pausa ni rampas, puros escalones, me dio un miedo bárbaro; un miedo muscular bárbaro, podría decir. Viajaba solo, por primera vez en mi vida salía del país y acababa de terminar una relación. Tenía unos pesos chilenos en monedas así los usé para llamar por teléfono al celular de Enrique. En Chile se puede llamar desde un teléfono público a un celular con el valor del importe mínimo… y al que recibe la llamada no le cobran un centavo.
No sé, fijate.
Me atendió, muy contento él, porque yo había logrado llegar y me propuso que lo esperara en la Aníbal Pinto, una plaza que, según me dijo, estaba cerca. Yo le describía lo mejor que el miedo cerebral, muscular y, sobre todo, inguinal me dejaban pero apenas corté me olvidé sus indicaciones. Vi un "paco" y le pregunté adónde quedaba la plaza. Ya en Santiago me había acercado a un policía quien, muy severo aunque atento, me había indicado lo que necesitaba sin pedirme coima a cambio. Pero este se tomó un segundo en responder, pestañeó y se acomodó la gorra. Sin mover un músculo de la cara me señaló un banquito de madera a 20 metros y me dijo “allá”. 35 segundos después llegaba Rulo con una sonrisa de oreja a oreja. Me llevó a su casa que estaba a unos 50 metros, me presentó a varios poetas que lo acompañaban, a su polola de entonces y a un chico que practicaba la coreografìa de flashdance para divertimento de todos.
Esa imagen la tuve en mi cabeza durante toda mi estadía en Valparaíso ya que solo así pude entender quién era Enrique Winter. O Rulo, como lo llamaba para mis adentros. Cuando me contó de sus largos viajes, de sus ambiciosos proyectos, de esos países extraños que visitaba y yo si apenas conocía por figuritas o las clases de González, la profesora de Geografía, supe que algo del orden de lo inolvidable me uniría con este muchacho.
Y fue entonces que, poco a poco, empecé a recordar sus poemas. Su defensa de la visión que tiene de la literatura, las imágenes que consigue armar palabra tras palabra, letra a letra, exhibiendo sin pudor sus obsesiones, la infinidad de discusiones que se suceden verso a verso. Porque, a medida que recordaba los poemas, notaba que eran palabras que llegaban al papel después de mucho andar por la cabeza de Enrique. Son frases maceradas, con algo de genuino y mucho de trabajo. No me extrañaría que se supiera algunas de memoria. No me extrañaría que yo mismo pueda memorizar el contoneo de mi lengua pronunciando esas palabras; la vibración que provoca en mi garganta el cantito de su lectura.
O este otro:
Un plato
Cuando uno pasa la temporada sin relaciones sexuales
todas las que tuvo antes, varias de novela
escurren como restos de comida al fregar los platos.
Y ese plato limpio nada dice de los comensales ni de lo cenado.
Nada de su capacidad de contener una sopa o una carne nueva.
Anoche, mientras encuadernaba los ejemplares forrados con los bocetos de Lucía Pasik, me caían lágrimas de los ojos. Al principio me asusté pero luego entendí que había una alegría inconmensurable, gigantesca, trepando desde la garganta hasta los ojos. La consecuencia física del esfuerzo, la enorme emoción por volver a ver al Enrique otra vez, la de haber instalado el taller en mi casa después de tantos problemas. Había algo que me acercaba a un abismo. Había un factor de peligro similar al que se siente cuando aparece alguien nuevo, algo nuevo, literatura nueva. El llanto brotaba, 2 de la mañana, yo lo dejaba ser hasta que, al cabo, todo se volvió a ubicar en su lugar, de manera previsible aunque luminosa y fresca. Y creo que Rascacielos ha logrado perturbarme, asustarme, invadirme y cuestionarme en esa forma peligrosa. Me ha revolucionado en varios sentidos; ya desde el 2008 (en su edición mexicana) viene batallándome. Una guerra sin cuartel, sin muertos aunque con muchísimos heridos. Porque si hay algo que provoca este libro es lastimar. Herir esas ideas preconcebidas, remover escombros para edificar paredes nuevas o bombardear sin aviso los muros de nuestras infantiles ideas anteriores.
Nadie me cree cuando digo que quiero publicar libros agresivos, con voz de mando, dispuestos a morir con las botas puestas. Quizás, al leer este enorme trabajo de Winter, me pueda hacer entender.
Una de las personas que vive conmigo miraba una de las imágenes que Enrique decidió incluir en el libro y dudaba. Me preguntó si la imagen la había elegido yo, "¿o qué?" Me preguntó con un sincero temor porque había descubierto que no todos los libros de poesía tienen sólo palabras… o imágenes. Descubrió que se podía hacer una combinación entre ellas. Una combinación letal. Uno podía oír los ratoncitos de su cabeza discutiendo quién debía ser el nuevo encargado de hacer girar la ruedita, se podía oír la reproducción de materia gris, datos puntillosos resquebrajando la estructura, el poema bombardeando su cabeza. Fue ésa la confirmación que necesitaba; una chica hiperescolarizada, joven, curiosa y muy inteligente frente al abismo que le generó una sola página de este libro.
Una sola página.
Un libro al que debo tenerle más respeto que admiración porque en cualquier momento me ve con la guardia baja y se apodera de mis ratoncitos, los toma de rehén pero no me pide rescate. Los ejecuta uno por uno hasta dejarme sin mis vitales e imprescindibles roedores, sin ruedita, el libro en sí dominándolo todo.
Sería en vano pedirle explicaciones a cada uno de aquellos que no va a comprar el libro. Estoy harto de las excusas (y eso que tengo 32 años, recién). Pero sí los voy a obligar a recordar el nombre de su autor: Enrique Winter, Enrique Winter, Enrique Winter. Así tenga que usar espadas simbólicas. Así les agarre miedo; un miedo de tipo extraño. Así se sientan violentados. Porque solo de esa forma puedo contarles que los libros no son simples “objetos culturales” o papelitos repletos de ideas. Recuerden, al menos, el nombre del autor.
Y piensen en los libros de Funesiana como detonadores de bombas; explosivos de los que no se conoce ubicación. Detonadores en manos de una niña que, inocentemente, un día sentada en la vereda frente a su casa o en su pupitre en horario de recreo, sacará su detonador y lo activará para desgracia de todos nosotros.
No sé, fijate.
Me atendió, muy contento él, porque yo había logrado llegar y me propuso que lo esperara en la Aníbal Pinto, una plaza que, según me dijo, estaba cerca. Yo le describía lo mejor que el miedo cerebral, muscular y, sobre todo, inguinal me dejaban pero apenas corté me olvidé sus indicaciones. Vi un "paco" y le pregunté adónde quedaba la plaza. Ya en Santiago me había acercado a un policía quien, muy severo aunque atento, me había indicado lo que necesitaba sin pedirme coima a cambio. Pero este se tomó un segundo en responder, pestañeó y se acomodó la gorra. Sin mover un músculo de la cara me señaló un banquito de madera a 20 metros y me dijo “allá”. 35 segundos después llegaba Rulo con una sonrisa de oreja a oreja. Me llevó a su casa que estaba a unos 50 metros, me presentó a varios poetas que lo acompañaban, a su polola de entonces y a un chico que practicaba la coreografìa de flashdance para divertimento de todos.
Esa imagen la tuve en mi cabeza durante toda mi estadía en Valparaíso ya que solo así pude entender quién era Enrique Winter. O Rulo, como lo llamaba para mis adentros. Cuando me contó de sus largos viajes, de sus ambiciosos proyectos, de esos países extraños que visitaba y yo si apenas conocía por figuritas o las clases de González, la profesora de Geografía, supe que algo del orden de lo inolvidable me uniría con este muchacho.
Y fue entonces que, poco a poco, empecé a recordar sus poemas. Su defensa de la visión que tiene de la literatura, las imágenes que consigue armar palabra tras palabra, letra a letra, exhibiendo sin pudor sus obsesiones, la infinidad de discusiones que se suceden verso a verso. Porque, a medida que recordaba los poemas, notaba que eran palabras que llegaban al papel después de mucho andar por la cabeza de Enrique. Son frases maceradas, con algo de genuino y mucho de trabajo. No me extrañaría que se supiera algunas de memoria. No me extrañaría que yo mismo pueda memorizar el contoneo de mi lengua pronunciando esas palabras; la vibración que provoca en mi garganta el cantito de su lectura.
la escuela de derecho
cinco años y un día
mientras otros bebían
el vino de los pechos
cinco años y un día
mientras otros bebían
el vino de los pechos
O este otro:
Un plato
Cuando uno pasa la temporada sin relaciones sexuales
todas las que tuvo antes, varias de novela
escurren como restos de comida al fregar los platos.
Y ese plato limpio nada dice de los comensales ni de lo cenado.
Nada de su capacidad de contener una sopa o una carne nueva.
Anoche, mientras encuadernaba los ejemplares forrados con los bocetos de Lucía Pasik, me caían lágrimas de los ojos. Al principio me asusté pero luego entendí que había una alegría inconmensurable, gigantesca, trepando desde la garganta hasta los ojos. La consecuencia física del esfuerzo, la enorme emoción por volver a ver al Enrique otra vez, la de haber instalado el taller en mi casa después de tantos problemas. Había algo que me acercaba a un abismo. Había un factor de peligro similar al que se siente cuando aparece alguien nuevo, algo nuevo, literatura nueva. El llanto brotaba, 2 de la mañana, yo lo dejaba ser hasta que, al cabo, todo se volvió a ubicar en su lugar, de manera previsible aunque luminosa y fresca. Y creo que Rascacielos ha logrado perturbarme, asustarme, invadirme y cuestionarme en esa forma peligrosa. Me ha revolucionado en varios sentidos; ya desde el 2008 (en su edición mexicana) viene batallándome. Una guerra sin cuartel, sin muertos aunque con muchísimos heridos. Porque si hay algo que provoca este libro es lastimar. Herir esas ideas preconcebidas, remover escombros para edificar paredes nuevas o bombardear sin aviso los muros de nuestras infantiles ideas anteriores.
Nadie me cree cuando digo que quiero publicar libros agresivos, con voz de mando, dispuestos a morir con las botas puestas. Quizás, al leer este enorme trabajo de Winter, me pueda hacer entender.
Una de las personas que vive conmigo miraba una de las imágenes que Enrique decidió incluir en el libro y dudaba. Me preguntó si la imagen la había elegido yo, "¿o qué?" Me preguntó con un sincero temor porque había descubierto que no todos los libros de poesía tienen sólo palabras… o imágenes. Descubrió que se podía hacer una combinación entre ellas. Una combinación letal. Uno podía oír los ratoncitos de su cabeza discutiendo quién debía ser el nuevo encargado de hacer girar la ruedita, se podía oír la reproducción de materia gris, datos puntillosos resquebrajando la estructura, el poema bombardeando su cabeza. Fue ésa la confirmación que necesitaba; una chica hiperescolarizada, joven, curiosa y muy inteligente frente al abismo que le generó una sola página de este libro.
Una sola página.
Un libro al que debo tenerle más respeto que admiración porque en cualquier momento me ve con la guardia baja y se apodera de mis ratoncitos, los toma de rehén pero no me pide rescate. Los ejecuta uno por uno hasta dejarme sin mis vitales e imprescindibles roedores, sin ruedita, el libro en sí dominándolo todo.
Sería en vano pedirle explicaciones a cada uno de aquellos que no va a comprar el libro. Estoy harto de las excusas (y eso que tengo 32 años, recién). Pero sí los voy a obligar a recordar el nombre de su autor: Enrique Winter, Enrique Winter, Enrique Winter. Así tenga que usar espadas simbólicas. Así les agarre miedo; un miedo de tipo extraño. Así se sientan violentados. Porque solo de esa forma puedo contarles que los libros no son simples “objetos culturales” o papelitos repletos de ideas. Recuerden, al menos, el nombre del autor.
Y piensen en los libros de Funesiana como detonadores de bombas; explosivos de los que no se conoce ubicación. Detonadores en manos de una niña que, inocentemente, un día sentada en la vereda frente a su casa o en su pupitre en horario de recreo, sacará su detonador y lo activará para desgracia de todos nosotros.
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